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miércoles, 26 de abril de 2017

Mi Vida con Fidel

Por: Manuel Villamar 
Fidel en 1976, durante el discurso en el acto de masas en honor al General Omar Torrijos, Jefe de Gobierno de la República de Panamá, efectuado en la Ciudad Escolar “26 de Julio”, en Santiago de Cuba. Foto tomada de Fidel Soldado de las Ideas.

Incontable es el número de páginas que se han escrito sobre Fidel a partir del 25 de noviembre. Jefes de Estado y de Gobierno, personalidades de todas las ramas del saber, líderes sociales y luchadores revolucionarios, deportistas de fama, adversarios respetuosos, y la gente de a pie, niños, adolescentes, jóvenes, trabajadores, estudiantes y militares, ancianos, hombres y mujeres del pueblo, -y no solo en Cuba-, han expresado también hondos sentimientos.


De modo que aportar algo nuevo a este torrente inagotable es imposible, y ustedes saben que soy enemigo de copiar y pegar, o de andar repitiendo. Pero hay un remedio, utilizado también por muchos otros, y es contar aquellos acontecimientos que sólo yo podría contar: los que me sucedieron personalmente.

Permítanme entonces, y perdonen si me extiendo un poco, narrar ciertos eventos de mi vida marcados por la presencia del iluminado, a veces muy cercana, otras a más distancia, pero siempre sellados por su impronta, y que junto a mis abuelos y padres configuraron la persona que soy.

Nacido en diciembre de 1946, tenía yo 11 años de edad en 1958, cuando se oía en mi casa, en Santiago de Cuba, la emisora Radio Rebelde, que aparte de que casi no se sintonizaba, había que ponerla bien bajito, para evitar el chivatazo, aunque a decir verdad ya en los últimos meses de ese año nadie se atrevía a salir, y menos para andar vigilando. Uno de esos días, creo que era por la tarde, acostado en el suelo, miraba yo por la rendija inferior entre la puerta de la calle y el suelo, de medio centímetro de alto más o menos, a un policía vestido de azul dispararle a los pies a un vecino de la cuadra, luchador clandestino, como casi todas las personas mayores, gritándole: “corre, corre”, y el hombre iba saltando como un deportista, huyendo de las balas.

Gente mala era ese policía, pensaba aquel niño de 11 años, y por consiguiente, gente buena la que se escuchaba por Radio Rebelde, especialmente aquel que cuando hablaba mi papá mandaba a callar a todo el mundo.

Me dolía mucho ver a Julito, Julio César García, el dueño de la bodega que había justo frente a mi casa, el mismo que nos fiaba los mandados y cobraba a fin de mes, servir ron, cervezas, refrescos, panes, dulces, ¡de todo!, a los policías de azul, y también a los soldados del ejército y a los guardias rurales, estos de amarillo, que al marcharse preguntaban, gritando alto, ¡cuánto es Julito!, y él, muy, muy triste, les decía: nada, paisanos, nada.

El primero de enero de 1959, por la mañana, fue tan grande la alegría, que me puse una bandera cubana en el pecho y crucé volando la calle rumbo a la casa de mi abuela, -mi lugar preferido para jugar-, y justo entonces enrumbó loma abajo, pensé yo que directo hacia mí, una perseguidora llena de policías azules. Mudo y pálido, recurvé y corrí mucho más rápido de regreso a casa, a donde llegué con el corazón en la boca. Aunque ese día no lo sabía todavía, pues la frase llegó un poco después, comencé a entender el significado del pedacito de metal rojinegro que dice “GRACIAS, FIDEL”, el cual todavía, 56 años después, sigue en la puerta de esa casa donde vivía, que ya no es mía.

Pocas horas después comencé a escuchar, ya más claro, por la cadena nacional de radio, a Fidel. Y empezaron a grabarse en la piedra de mi vida las frases que me han acompañado durante toda ella. Una de las primeras fue “Revolución, sí, golpe de Estado, no, porque solo serviría para prolongar la guerra… Golpe de estado de espaldas al pueblo, no, porque sólo serviría para prolongar la guerra… Golpe de estado para que Batista y los grandes culpables escapen, no, porque sólo serviría para prolongar la guerra…” Esas frases calaron muy, muy, muy hondo. No tuve que buscarlas en ningún texto para citarlas hoy. Las recuerdo como ahora de oírlas durante esos días.

Ese mismo año 1959, en los carnavales de Santiago de Cuba, andaba yo por la calle Trocha disfrutando de lo lindo, cuando entraron unos autos negros por la calle inundada de gente, a la velocidad de unos pocos metros por hora, de modo que era muy fácil acceder a ellos. Niño al fin, me acerqué a una ventanilla y extendí la mano, Fidel me la apretó sonriente. Me prometí no lavarme esa mano nunca más. Todavía hoy me parece estar saludándolo.

No me perdí ningún discurso de Fidel en esos años. Los oía y los leía. Muchas de sus frases antológicas las recuerdo como si fuera ahora mismo, y he traído como muestra 6 ejemplares de una publicación de entonces, nombrada “Obra Revolucionaria”, de 1960, que aún conservo, varios de ellos firmados con mi letra adolescente. Tengo varios más de años posteriores, estos los he traído sólo para ilustrar aquellos recuerdos.

Yo quería ser como Fidel. Vestir como él, trabajar como él, andar armado, como él. De modo que con 14 años me fue muy fácil marchar al corazón de la Sierra Maestra con las Brigadas Conrado Benítez. Ya tenía las botas, la ropa verde olivo, la boina, estaba en la Sierra, sólo me faltaban las armas, que nunca dejé de perseguir, aunque, tal vez por suerte, solo conseguí al entrar en las Milicias Nacionales Revolucionarias en 1962.

La Crisis de Octubre grabó en la piedra de mi vida otra frase: “Todos somos uno en esta hora de peligro, y de todos, de los revolucionarios, de los patriotas, será la misma suerte, y de todos, será la victoria” No me despegaba del televisor cada vez que él hablaba. Y en enero de 1963, por suerte, comencé a trabajar en la Unión de Jóvenes Comunistas.

Fueron 21 años durante los cuales tuve el privilegio de participar en muchas reuniones, actividades, actos, eventos, que no sería posible relatar en detalle.

En 1977, poco tiempo después de concluido el III Congreso de la UJC, en el que Fidel no pudo participar por estar fuera del país, convocó –por primera vez- a un pleno del Comité Nacional, en un salón de reuniones del Consejo de Estado. Estuvimos horas y horas preparándonos, cargábamos toneladas de carpetas con todos los datos posibles –yo era el jefe del Departamento de Organización del Comité Nacional-, y el primer secretario de entonces quería saberlo todo, todo, absolutamente todo, para dicho encuentro.

La reunión fue, como todas, una clase magistral; comenzó, si la memoria no me falla, a las 3 de la tarde, y terminó sobre las dos de la mañana, tal vez con algún receso de 10 o 15 minutos. Al finalizar, nos obsequió con una cena copiosa y variada, pues seguramente sabía que en esa época no era la alimentación precisamente donde mejores resultados obteníamos. Y se le veía al tanto de cada plato, si faltaba alguno, si se vaciaba otro. No comía, ni bebía, sólo participaba, caminando de un lado a otro rodeado de muchos de nosotros mientras los demás devorábamos aquel pequeño banquete.

Pero lo interesante fue que al comenzar la reunión, la primera pregunta que hizo, no sé ahora mismo de qué tema, -no era nada especial-, nadie pudo responderla. Luego de algunos segundos de búsqueda nerviosa, precipitada, ansiosa, con las calculadoras en las manos, mirándonos de reojo unos a otros, nos dimos cuenta, como nos daríamos muchas veces a lo largo de los años, de que siempre Fidel haría la pregunta que no podríamos responder. Él era así. Tan pronto se dio cuenta de que no la teníamos, pasó a otra, y otra, y otra, hasta que más o menos comenzamos a tranquilizarnos y a establecer un diálogo coherente con Fidel.

Eso pasó siempre, sin ninguna excepción, en todos los encuentros en los que yo estuve. Él se reía del miedo, terror, pánico que se nos posaba en la cara cuando no teníamos alguna respuesta, y nos tranquilizaba con su voz baja y sus suaves modales de caballero andante, como el padre que es de todos nosotros, nunca regañando.

En el IV Congreso, en 1982, yo era el organizador del Comité Nacional de la UJC. Estaba absolutamente solo en el salón plenario del Palacio de las Convenciones, recién concluida una de las sesiones del Congreso, cargado con mis toneladas de papeles en una maleta de la época, como las de los viajantes de comercio, o los abogados de antaño, “cogiendo un diez”, “soltando presión”, cuando de una de las altas y pesadas cortinas color vino del escenario sale una figura, también sola. Era Fidel. Ya me había visto anteriormente, aunque junto al grupo, al resto de los compañeros. Pero ahora estábamos solos. Y me dice, “¿y tú qué traes en esa maletica?” Contesto: “mis papeles, Comandante”. “Pues no quiero fraude en estas elecciones, así que ten mucho cuidado con esa maletica”. Confieso que me eché a reír y le contesté: ¡No, Comandante, cómo usted va a pensar eso! Él también rio, me echó el brazo por encima de los hombros, me dio una o dos palmadas, viró la espalda y se fue.

Saliendo al pasillo veo lo que llamamos en Cuba un “molote” de delegados. Me dije “ahí está Fidel”, y me acerqué, pero no pude llegar, quedé a unos 5 o 6 metros, suficientes para oírle decir “tengan mucho cuidado con las elecciones, que por ahí anda un señor con una maletica…”, y no pude escuchar mucho más, era tanto el gentío, el murmullo, la risa de la gente.

En ese IV Congreso Fidel llamó al pueblo y especialmente a la juventud a comprometerse a donar sus órganos vitales en caso de muerte súbita. Ese movimiento conmovió al Congreso como pocas cosas. Verlo a él tan interesado en solucionar problemas de esa s
  

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