Por: Sayli Sosa Barceló,
Esther Hower dejó Barbados, su tierra natal, para seguir a los suyos hasta otra isla del Caribe. Venían buscando trabajo, una manera honrada de ganarse la vida y alimentar a la retahíla de muchachos que le nacerían después.
Entraron por el oriente, pero siguieron rumbo al Oeste. Debieron ser los frondosos cañaverales de Baraguá y el central de enormes ruedas dentadas las que motivaron la parada, primero, y el asentamiento, después.
A casi 100 años de la conformación del Barrio Jamaicano en Baraguá, Henry Parris Jordan, nieto de aquella barbadense, me muestra el inmueble donde vivió la abuela. "Y aquí viven unas primas, esta es la casa de las tradiciones, porque es la que mejor conserva la estructura y los muebles de la época", dice mientras saluda a las mujeres que miran, con cierta dosis de expectación, más a la cámara que a la periodista.
Solo durante la zafra y el 1ro. de agosto el pueblo está en las noticias. Si no fuera por la producción y refino del azúcar, y la fiesta, aquel sería un rincón para olvidar, sepultado de una vez por el polvo rojo. El Ecuador pita y se estremece la tierra, cual recordatorio de que no está muerta y de que es, precisamente esa fábrica y su llamada, lo que la mantiene viva. Eso y la obcecada necesidad de volver, año tras año, a la raíz.
En la raíz sobreviven juegos, comidas, cantos y bailes tradicionales, acunados por la memoria que reconstruye y salvaguarda lo que aún no se ha escrito. Cuatro décadas celebra en este agosto la agrupación músico-danzaria La Cinta, bastión y estandarte de la herencia anglocaribeña en Cuba.
El festejo comienza con un partido de cricket, un deporte raro para esta geografía, pero que ha logrado enamorar a los más jóvenes. No tanto como quisiera Henry Parris, presidente de la Asociación del Barrio Jamaicano, exjugador él mismo. No tanto como para llenar las gradas del estadio al tiempo que el boleador hace su carrera de impulso, lanza la pequeña esfera de cuero y el bate en forma de paleta conecta una suerte de jonrón de seis carreras. Este 1ro. de agosto no hubo juego, apenas una demostración para que la cámara fotográfica cumpliera su cometido de abrir las puertas de la posteridad.
A esa hora en la cantina, en un costado de la plaza del batey, los más viejos colocaban sobre las mesas dulces y bebidas cuyas recetas trajeron consigo las abuelas. Con la flor de una planta que siembran en los patios, elaboran el saril, algo así como un vino, sin alcohol, dulce y picante, por el jengibre. Y con coco, boniato y yuca el ponn, parecido al pudín, riquísimo.
Después del desfile, serpenteando a golpe de bombo las callejuelas del barrio y con el burrito por delante, los niños midieron fuerzas halando la soga o en carreras de sacos. De premio se llevaron a casa panes de gloria, black cakes, limonada.
Mientras, el resto del pueblo que no tiene sangre anglocaribeña en las venas, pero que comparte el mismo espacio existencial, se dio a la algarabía del festejo que, como tantos otros en la geografía avileña, se ha desdibujado con el tiempo, la desmemoria y la escasez, ha perdido algunas de sus esencias, y sufre, como antesala de la metástasis que podría sobrevenirle, del cáncer de los aparatos, los catres con bisutería de todo tipo y la cerveza de termo.
En la noche se completó la veneración a los ancestros. Anunciados en inglés y español, bailaron sobre la plazoleta los niños de la Caribbean Children, confirmación de que, al menos la danza y los ritmos gozan de buena salud. En el cierre, Calypso Boys obligó a Matilda a devolverle su dinero y se hizo la magia del tejido de las cintas alrededor del mástil cuyos colores recuerdan la Bandera cubana.
Sobre el azul del cielo, el rojo de la sangre y el blanco de la pureza, La Cinta hilvanó los matices del Caribe con la misma habilidad, cadencia apresurada, sudor sobre la frente y sonrisa amplia de sus abuelas. Como bailaron alguna vez Mrs. Hunt y Celia Jones, las últimas matriarcas del pueblo, o Esther Hower, quien nunca regresó a Barbados porque se quedó aquí a tejer la memoria.
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