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jueves, 19 de noviembre de 2020

El juego de la solterona



Por Ricardo Benítez Fumero
Que yo recuerde, fue Manolito quien trajo a casa por primera vez un juego de barajas que llamaban de la solterona. Se las había obsequiado su padre tras una breve visita al poblado más cercano.

A simple vista parecía un juego como cualquiera otro de su tipo, pero tenía el aliciente de poseer una carta impar que había de evitarse a toda costa, so pena de ser motivo de burla de quienes jugaban en la partida.

Se puede decir que, prácticamente, nos enviciamos de forma morbosa a correr el albur. La hora establecida oscilaba entre el mediodía, después del almuerzo, cuando regresábamos de la escuela, o cuando los adultos gustaban de recogerse para la inevitable siesta. Alguna vez u otra jugábamos de noche, a la luz del candil, pero la gran cantidad de gallegos, mariposas y otros insectos alrededor de la luz hacían incómoda toda participación.

Por lo común participábamos cuatro o cinco muchachos en el juego. Manolito, por ser dueño de los naipes, asumía el derecho de partir el mazo y repartir las cartas. Más que en otros tipos de barajas, como las españolas o las americanas, se hacía imprescindible colocarlas bocabajo, para que nadie supiera hasta última hora, a quien le había tocado la bomba, es decir, la solterona.

Huelga decir que, quien por azar cargaba con la odiada carta, ansiaba deshacerse cuanto antes de esta, lo que no siempre era fácil. Los jugadores más avezados  solían descartar las parejas de naipes lo más rápido posible, hasta que el cerco iba apretándose.

El momento de mayor tensión era cuando la carta despreciada lucía solitaria en manos de cualquiera de nosotros, porque los gritos de júbilo de quienes consiguieron librarse de ella, despertaban a las siestantes en sus camas, al tiempo que un sentimiento de frustración se apoderaba del perdedor.

En realidad, tal sentimiento era explicable porque los diseñadores y dibujantes se esmeraban en plasmar en la cartulina la imagen más grotesca y fea de mujer que uno pudiera imaginar, al punto de sentir tal repugnancia y fascinación que deprimía ostensiblemente al poseedor  de la carta, quien, por cierto, debía soportar las cuchufletas y el abucheo general de “¡Solterona, solterona!”

El único consuelo era echar partida tras partida, a ver si uno se quitaba de encima ese sambenito, aunque pienso ahora que tal persistencia rondaba una especie de masoquismo colectivo porque, pese a todo, seguíamos jugando para tentar la suerte.

Con el paso del tiempo hasta los adultos se aficionaron al juego de la solterona, aunque, eso sí, estas inocentes partidas se constituían en suaves paliativos que no podían compararse con el placer de ciertos vecinos por el burro, la brisca, la siete y media y otros juegos de barajas nada instructivos.

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