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lunes, 9 de febrero de 2015

La «nueva política» de Estados Unidos hacia Cuba

En su nueva estrategia, Washington ha trasladado el centro de su atención hacia la realidad interna cubana, en la que pretenden incidir más abiertamente y con premura

Cualquier análisis serio que se haga sobre los factores que estimularon el anuncio del 17 de diciembre por el presidente estadounidense Barack Obama, tiene que ponderar en primer lugar, la heroica resistencia del pueblo cubano por más de 50 años y la firmeza y sabiduría de su liderazgo histórico.

A pesar de que se trata de un paso histórico, lo esencial no se ha resuelto, como expresó el General de Ejército Raúl Castro. El bloqueo continúa ahí y el camino hacia la «normalización» parece ser un proceso largo y complejo. «Nuestro pueblo debe comprender que —añadió Raúl en su discurso ante la Asamblea Nacional el 20 de diciembre—, en las condiciones anunciadas, esta será una lucha larga y difícil que requerirá que la movilización internacional y de la sociedad norteamericana continúe reclamando el levantamiento del bloqueo».



Creo que insistir en esto es clave. De lo contrario, perderíamos el apoyo decisivo que siempre ha tenido Cuba en su lucha contra el bloqueo. Si en estos años no se logra su levantamiento definitivo, habrá que seguir llevando el tema a las Naciones Unidas y a otros foros internacionales. La lucha contra el bloqueo no debe cesar y, ni siquiera cuando este desaparezca, debemos desmovilizarnos. No hace falta leer entre líneas para deducir los propósitos del «nuevo enfoque» que Obama quiere introducir en la política hacia Cuba.

La historia de los últimos 55 años nos ha convertido en un pueblo curtido en el enfrentamiento a las más disímiles políticas agresivas de los Estados Unidos; pero tal vez no contamos con el mismo entrenamiento a la hora de enfrentar una política de agresividad disimulada, que se proponga los mismos objetivos por vías del acercamiento y el intercambio cultural, académico, económico y político entre ambas sociedades, con menos restricciones.

Sin embargo, al mismo tiempo considero que poseemos en Cuba suficiente talento, inteligencia y entereza para unirnos más, ajustarnos a los nuevos retos y aprovechar las oportunidades que también pudiera ofrecernos en algunas esferas la nueva coyuntura.

Sobre este tema Fidel expresó en 1992 al ser entrevistado por Tomás Borge:

«Tal vez nosotros estamos más preparados (…) para enfrentar una política de agresión, que para enfrentar una política de paz; pero no le tememos a una política de paz. Por una cuestión de principio no nos opondríamos a una política de paz, o a una política de coexistencia pacífica entre Estados Unidos y nosotros; y no tendríamos ese temor, o no sería correcto, o no tendríamos derecho a rechazar una política de paz porque pudiera resultar más eficaz como instrumento para la influencia de Estados Unidos y para tratar de neutralizar la Revolución, para tratar de debilitarla y para tratar de erradicar las ideas revolucionaras en Cuba».

A mi juicio, debemos sentirnos satisfechos de haber llegado hasta aquí sin ceder un ápice en cuestiones de principios, pero nadie puede llamarse a engaño y pensar que el ancestral conflicto Estados Unidos-Cuba ha llegado a su fin.

Desarmarnos ideológicamente en estos momentos sería suicida, cuando, al tratarse de un conflicto de naturaleza sistémica, hacia donde nos dirigimos es hacia un modus vivendi entre adversarios ideológicos. Cuba y los Estados Unidos jamás han tenido una relación normal: no la tuvieron en el siglo XIX, tampoco en el XX, y mientras la esencia del conflicto siga siendo hegemonía versus soberanía, será imposible hablar de una normalidad en las relaciones. Utilizar hoy ese concepto en su acepción clásica puede resultar engañoso y confuso. Cuba ha defendido siempre una normalización, que en nada se ajusta a la visión estadounidense del término. Los Gobiernos de Estados Unidos siempre la han entendido sobre la base de la dominación, que implica que la Isla ceda terreno en asuntos que competen a su soberanía, ya sea en materia de política exterior o doméstica.

Por otro lado, nada indica, hasta ahora, que otro de los pilares básicos de esa política, la subversión en sus diversas modalidades, vaya a cesar. Todo lo contrario, al parecer se irá incrementando con el tiempo a través de vías más creativas y artificiosas que promuevan los valores e intereses norteamericanos. «La administración —dijo el Presidente norteamericano— continuará implementando programas de EE.UU. enfocados en promover el cambio positivo en Cuba».

El Departamento de Estado abrió convocatoria el 22 de diciembre, cinco días después de los anuncios de la Casa Blanca, para financiar programas por 11 millones de dólares que «promuevan los derechos civiles, políticos y laborales en Cuba». Lo cierto es que la política de los Estados Unidos estará más caracterizada por la guerra cultural y la subversión político-ideológica, que por la idea de llevar a la Isla al colapso económico.

Asimismo, cuando la administración estadounidense señala que continuará apoyando a la sociedad civil cubana, ya sabemos a cuál se está refiriendo: no es otra que la de los mercenarios que han nutrido las filas de una contrarrevolución fabricada y financiada desde los Estados Unidos.

El Comunicado de la Casa Blanca deja en claro que esta administración seguirá manejando las siguientes ideas en su estrategia subversiva e injerencista: «hacer que los ciudadanos obtengan cada vez más independencia económica del Estado», «los cubanoamericanos serán nuestros principales embajadores de la libertad», «romper el bloqueo informativo», «apoyar la sociedad civil en Cuba en materia de derechos humanos y democracia», «empoderar al pueblo cubano y al naciente sector privado en Cuba». La principal apuesta de la «nueva política» continuará siendo la juventud y dentro de ella: las mujeres, los negros, el sector cuentapropista y el artístico e intelectual.

Dos días después del anuncio del 17 de diciembre, en una conferencia de prensa, Obama fue aun más enfático y claro en sus intenciones hacia la Mayor de las Antillas:

«…el sentido que tiene normalizar las relaciones es que nos brinda más oportunidad de ejercer influencia sobre ese Gobierno que si no lo hiciéramos. (…) Pero lo cierto es que vamos a estar en mejores condiciones, creo, de realmente ejercer alguna influencia, y quizás entonces utilizar tanto zanahorias como palos».

Lo que estamos presenciando hoy es que Estados Unidos ha trasladado el centro de su atención hacia la realidad interna cubana, en la que pretenden incidir más abiertamente y con premura.

Para Cuba, los retos no dejan de ser enormes. Hace 56 años, el 8 de enero de 1959, Fidel expresó, en medio de la celebración por el triunfo, que quizá en lo adelante todo sería más difícil. Creo que, también ahora, quizá en lo adelante todo sea más difícil en algunos terrenos, especialmente en el campo del enfrentamiento ideológico y cultural al imperialismo. Del mismo modo, recordaba cuánto necesitaron nuestros mambises a José Martí y a Antonio Maceo en 1898. Los liderazgos y la visión de aquellas figuras imprescindibles hubieran ayudado muchísimo a los cubanos a enfrentar los desafíos de inicios del siglo XX. Por suerte para nosotros, esto ha sucedido en vida de nuestros principales líderes históricos: Fidel y Raúl, y coincidido con el regreso a la Patria —como parte del propio proceso— de Gerardo, Ramón y Tony, quienes junto a Fernando y René, constituyen el mejor destacamento de vanguardia con el que podemos contar los revolucionarios cubanos en las circunstancias actuales.

La nueva contienda debe enfrentarse no solo en el plano del discurso y la reflexión —no menos importantes—, sino sobre todo, en la transformación real y concreta de la vida cotidiana del pueblo cubano, tanto en el plano espiritual como material. Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria; pero es la práctica la que en última instancia transforma la realidad. Por eso Fidel insistió en numerosas ocasiones en que la Batalla de Ideas era también hechos y realizaciones concretas. Y el Primer Vicepresidente Miguel Díaz Canel ha planteado que «el mejor antídoto contra los intentos de subversión del enemigo es hacer las cosas bien en cada lugar».

Creo, a su vez, que debemos afrontar la transformación de nuestro país de manera orgánica, lo económico junto a lo ideológico y cultural. Se impone una guerra aun más rigurosa y efectiva contra todos aquellos males e insuficiencias de orden interno que en ocasiones resultan más subversivos que la labor de nuestro enemigo y les facilita el trabajo. En especial, es necesario desatar una ofensiva a muerte contra el burocratismo, la ineficiencia, la corrupción, la insensibilidad, la negligencia y la doble moral.

Como sabiamente dijera Graziella Pogolotti a los artistas y jóvenes intelectuales cubanos en octubre del 2013:

«…el neoliberalismo propone una concepción totalizadora, una concepción económica, ideológica, social, de irrespeto a las víctimas, a los perdedores, y también cultural, que es la cultura de la banalidad que estamos consumiendo todos en alguna medida. Nuestro proyecto también tiene que ser un proyecto totalizador. Con una articulación que colocaría en otro orden lo político, lo social, lo cultural y lo económico, unido también a una batalla ideológica…

Habrá que movilizar a la verdadera sociedad civil cubana para articular una respuesta coherente a la nueva etapa de confrontación y que toda ella se convierta en nuestro principal y más poderoso núcleo de resistencia cultural.

Desde hace mucho tiempo estamos siendo testigos de una cruenta guerra de símbolos, por lo que resulta ineludible reforzar en el imaginario social nuestros símbolos y atributos nacionales, así como nuestras tradiciones más populares.

La guerra cultural no se da solo en el presente, sino también en el pasado, de ahí que el trabajo con la historia de Cuba revista hoy cada vez más importancia. Escribir y divulgar la historia de la Revolución Cubana en el poder, de 1959 hasta la actualidad, sin que existan anatemas o zonas vedadas, constituye en mi criterio una cuestión de primer orden.

Debemos trabajar en la formación de un pensamiento crítico en nuestros jóvenes y adolescentes, dotarlos de un entrenamiento para el debate, e incentivar en ellos una mirada antiimperialista y anticolonialista. Así podrán cumplir la profecía de Fidel, cuando en el año 2000, dirigiéndose a los agoreros al servicio del Imperio expresó: «…cumplo el cortés deber de advertirles que la Revolución cubana no podrá ser destruida ni por la fuerza ni por la seducción».

Fuente: Cubaperiodista

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