Por: Ignacio Ramonet
Un mes después de los odiosos atentados yihadistas en París cometidos por tres terroristas que causaron 17 muertos (entre ellos casi todo el equipo de redacción del semanario satírico Charlie Hebdo) ¿qué lecciones se pueden sacar de esa brutal agresión?
Como siempre, la irrupción del
terrorismo y su violencia arrolladora obligan a una sociedad a interrogarse
sobre sí misma. Igual que Estados Unidos después de los ataques del 11 de
septiembre de 2001 (o España después de las explosiones de Atocha, en Madrid,
el 11 de marzo del 2004; o el Reino Unido después de las bombas en el metro de
Londres, el 7 de julio de 2005; o Noruega después de los atentados de Oslo y
Utoya el 22 de julio de 2011), Francia se sintió en “estado de shock”.
Y mil interrogantes han surgido de
repente. En torno, por ejemplo, a la cohesión nacional. ¿Qué ocurrió para que
tres jóvenes nacidos en Francia y educados en las escuelas de la República,
hayan sido seducidos por ideas oscurantistas y medievales, y se hayan tornado
en verdugos de sus propios conciudadanos? ¿En qué medida la crisis económica y
las medidas de restricción del gasto público han acentuado la marginalización
de las periferias urbanas y la segregación de sus habitantes, esencialmente
inmigrantes, de donde surgieron los tres terroristas?
¿Cómo ha podido la
República, que únicamente reconoce a ciudadanos iguales, permitir que se
constituyan en su seno comunidades por afinidades religiosas, y que cada vez
más se hable de “comunidad musulmana” o “comunidad judía” o “comunidad cristiana”?
Obviamente, en los minutos que
siguieron a los atentados, en torno a François Hollande (hasta entonces el
presidente más impopular de la V República) se constituyó una suerte de “unión
sagrada” de todos los partidos del abanico parlamentario (con la excepción del
Front National, extremista de derechas). Y, de inmediato, casi cinco millones
de ciudadanos se lanzaron a las calles por todo el país para expresar –en la
manifestación más multitudinaria jamás vista– su repugnancia contra la barbarie.
De hecho, las autoridades barruntaban
que una acción yihadista estaba en preparación en territorio francés. Desde la
víspera de las festividades de fin de año, el nivel de alerta antiatentados
había sido alzado a casi el máximo nivel. Se temían represalias. Porque Francia
está interviniendo militarmente contra el islamismo radical en por lo menos
tres frentes: Malí (“operación Serval”, iniciada el 11 de enero de 2013),
República Centroafricana (“operación Sangaris”, lanzada el 5 de diciembre de
2013), e Irak (“operación Chammal”, comenzada el 19 de septiembre de 2014,
contra las fuerzas de la organización Estado Islámico, en el marco de una
coalición internacional de unos cuarenta países liderada por Estados Unidos).
Además, la red yihadista Al Qaeda, y en particular su rama yemenita Al Qaeda en
la Península Arábiga (AQPA) (1) lanza desde 2009 llamamientos para “castigar a
los franceses por combatir a Alá, su mensaje y sus creyentes”. Algo iba pues a
ocurrir.
El semanario Charlie Hebdo llevaba
años amenazado. En particular desde que, el 8 de febrero de 2006, reprodujo las
caricaturas de Mahoma publicadas el 30 de septiembre de 2005 por el diario
danés Jyllands-Posten (una de ellas representaba al profeta del islam con un
turbante en forma de bomba con una mecha encendida) y que habían desencadenado
en todo el mundo musulmán decenas de manifestaciones de repudio, algunas de
ellas muy violentas, y amenazas de muerte contra el diario danés y los
dibujantes de las caricaturas. Charlie Hebdo no sólo reprodujo las
ilustraciones danesas sino que, para mayor inri, añadió sus propias imágenes
irreverentes realizadas por su equipo de dibujantes.
El objetivo del semanario –que acabó
costándole la vida a buena parte de la redacción– era reafirmar la libertad de
expresión y la libertad de creación. Obviamente un objetivo muy noble, y que se
ha comentado mucho, en Francia y en el mundo, en los innumerables debates de
después de los atentados. Como lo han subrayado varios participantes, si bien
es cierto que, en las democracias occidentales, la libertad de expresión es una
conquista irrenunciable y un derecho fundamental, también es cierto que esa
libertad, en esas mismas democracias, no es ilimitada ni infinita, está
acotada, circunscrita y restringida por la ley o las costumbres (2).
En cuanto a la blasfemia (ofensa
contra la majestad divina), hay que recordar que ha sido la piedra de toque
central en el enfrentamiento entre razón y religión en Occidente desde finales
del siglo XVIII. En esa época, los autores racionalistas de la Ilustración, y
muy particularmente Voltaire, osaron denunciar ese pretendido delito y,
arriesgando su vida, combatir la religión como una mera superstición. En los
países occidentales, la lucha –esencialmente contra el cristianismo y sus
poderosas instituciones– ha sido larga y dolorosa, jalonada de disputas, de
juicios, de enfrentamientos, de violencias… téngase en cuenta que, en España,
el delito de blasfemia no fue abolido hasta 1988…
Dos siglos han tenido que pasar, en
Occidente y entre personas que comparten la cultura (si no la religión)
cristiana, para alcanzar el frágil consenso actual (3) en torno a la cuestión
de la blasfemia. Por eso, como también se ha subrayado estos días en Francia,
puede resultar a la vez ingenuo y presuntuoso, por parte de algunos
caricaturistas occidentales, querer hacer aceptar sin más ni más, así de
repente, a los musulmanes la blasfemia anti-islam en nombre de una idealizada
“libertad de expresión”. En cierta medida y salvando las distancias, es el
dilema de las “guerras napoleónicas”.
A principios del siglo XIX, Napoleón se
propuso exportar las generosas y avanzadas ideas de la Revolución Francesa.
Pero lo hizo a base de cruentas guerras y violencias, arrasando las estructuras
jerárquicas (feudalismo, caudillismo) y espirituales (cristianismo) de las
sociedades invadidas que no podían entender que semejantes destrucciones fuesen
un “progreso”. Resultado: en las más retrógradas de esas sociedades (España,
Rusia), los potenciales beneficiarios del nuevo orden napoleónico (campesinos y
siervos) se aferraron a sus opresores ancestrales (aristocracia, latifundistas,
Iglesias católica y ortodoxa) para defender (con éxito en ambos casos) lo que
consideraban ser sus “tradiciones”. Tanto España como Rusia quedaron traumatizadas
por esa violenta penetración del progreso en el marco de una invasión
extranjera. En ambos casos, la consecuencia fue que las fuerzas más
reaccionarias se afianzaron largo tiempo en el poder.
Los colonialismos del siglo XIX
resultaron otra suerte de “guerras napoleónicas”, se justificaban pretendiendo
“llevar el progreso a sociedades arcaicas”. Fracasaron. Y más cerca de
nosotros, los conflictos de George W. Bush en Afganistán y en Irak también
fueron, a su manera, “guerras napoleónicas” que pretendían imponer, a base de
despiadados bombardeos, “las luces de la democracia a sociedades
oscurantistas”. Naufragaron.
Las mentalidades cambian, no cabe
duda. Pero cambian más lentamente de lo que se cree. Y el ritmo del cambio no
se decreta. Querer acelerarlo a base de provocaciones es, en algunas
circunstancias, el mejor modo de ralentizarlo. Lo que llamamos islamismo, o sea
el integrismo islámico (y más aún el islamismo radical o yihadismo), no es sino
una reacción agónica de defensa frente a la marcha ineluctable de la
modernidad.
Muy violenta a veces porque sabe que tiene los
días contados. Los adelantos de la ciencia y de la técnica van a seguir
provocando mutaciones que también afectarán a las religiones, incluido el
islam. Ni siquiera unos atentados, por criminales y abyectos que sean, podrán
detener duraderamente esa evolución.
Fuente:Cubadebate
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