Los periodistas somos algo traumáticos. Guardamos en nuestro
aparador interno una frustración por escribir, un recuerdo alérgico al papel,
un criterio afónico o sin capacidad para radiarse, un fotograma cerebral, una
imagen indiferente a la cámara. Guardamos hasta la certeza de que entre tantas
historias escritas, en el oficio de intrusos que elegimos, la nuestra corre el
riesgo de nunca ser escrita ni contada. Así de caro nos cobra la enajenación.
Así de cruel. Somos mucho y nada.
Vivimos del ego, aunque alguna minoría se rehúse a aceptar
tal condición. Un defecto transformado en virtud cuando, en la espera infinita
del aplauso, un extraño nos extiende su mano, o nos dice el nombre, o nos deja
caer en el hombro un peso agraciado, o simplemente consigue transmitirnos una
expresión de complacencia. En ese instante nos convencemos de pisar el paraíso.
Sepultamos los equívocos y quejas comunes para dar comida al orgullo.
Sin embargo, ocurre tan poco…Casi siempre cargamos lo
contrario. La rutina nos enrosca en el cansancio de escenas repetidas, en la
frivolidad de situaciones ensayadas, en el triste espacio de las palabras
huecas, de las oraciones cosidas sin emoción, del sujeto y verbo unidos por la
fuerza. Puede, incluso, que nos resignemos a creer en la pureza de la
circunstancia, en su armonía con el periodismo.
Quizás un átomo de ese malestar nos toque, unas migajas
necesarias, a cambio de fustigar las letras en el acto ideológico de la
seducción. Sí, porque el sacrificio nunca valdrá la pena sin el receptor, al
otro extremo de la calle, convencido de que al menos para el baño le servimos.
Más doloroso resulta el vacío, la radio en silencio, la televisión apagada.
De imponerse la desidia, no tendríamos cómo justificar las
deshoras, el tiempo gastado en los párrafos de madrugada, en las coberturas
eternas o imprevistas. No podríamos explicar siquiera los días marchados entre
el trabajo, la comprensión de los esposos(as) e hijos(as), la preocupación de
los padres. Ninguna de nuestras quijotadas tendría sentido en la ignorancia, al
no ser para llorar sobre ellas.
Perforada la esencia última de nuestro empeño, torcerían su
valor las broncas liadas contra las tachaduras, aquellos textos reprimidos y
sin consentimiento, las metáforas y símiles anulados por la retórica, la
rebeldía envuelta en la timidez. Tampoco el silencio podría defendernos en esa
guerra constante contras las ofuscaciones. Sin nadie que nos consuma y devore
con hambre voraz seríamos menos que nada.
El alma del oficio descansa en la excitación. Quien le ama
llega a padecerlo, a enamorarse sin cura de este incontrolable apetito por
escribir y socializar a la vez, pese a desconocer el rumbo exacto del mensaje,
su apropiación o no; a riesgo de que algunas piedras nos destrocen el espíritu,
o a riesgo de que las piedras mismas nos robustezcan. El periodismo es un
oficio de amantes. O de resistencia. Da igual.
Fuente:Cubaperiodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario