Los sentimientos no han de ser explicados. Porque ellos
surgen ahí, donde la vida renace. Y porque la convergencia existencial entre
los doctores Félix Báez Sarría y Jorge Pérez Ávila ha de ser contada desde las
espiras de imprevistas complicidades.
Aquellas que avienen en momentos difíciles.
Pero la génesis de esta historia es mucho más llana que
nuestro propósito de anidarla en las raíces
de la conciencia, esa percepción de sí mismo y del entorno de la que
solo es depositaria la especie humana. Comenzó el domingo 16 de noviembre,
cuando Félix tuvo la certeza de que se había contagiado con el virus del ébola
y sufrió los primeros avances de las fiebres y los escalofríos.
— ¿Sentiste miedo?
—Sí, como cualquier ser humano.
— ¿Pensaste que ibas a morir?
—No. Estaba más preocupado por quedar con secuelas.
Tres días después los síntomas arreciaron. A partir del
séptimo, transitó por un sinfín de complicaciones. Pero en esos momentos ya se
hallaba en el Hospital Universitario de Ginebra, sin haber visto a nadie que
conociera antes. Unos instantes de lucidez, entre sus profundos letargos, y
consiguió advertir la presencia del doctor Jorge Pérez. Alcanzó a sonreír y a
levantar una de sus manos.
Del otro lado del cristal, se empañó la vista del médico
cubano que más cerca ha estado de los enfermos de SIDA en Cuba. Casi 70 años de
vida, y unos 50 de ejercicio, no han mellado en su sensibilidad humana. Así lo
asegura el propio Pérez, a quien Félix consiguió emocionar mucho más unas horas
después: “Me curaré y volveré a África”.
Impresionado por la convicción de su paciente y colega,
Jorge descubrió en aquel escenario a “un profesional auténtico, a un hombre
valiente, optimista, moral y sensato”, con el que muy pronto pudo establecer
una gran empatía. Esta —piensan ellos— permanecerá por el resto de sus vidas.
Pérez Ávila había arribado a Ginebra tan solo unas horas
después que Félix Báez. Un encargo gubernamental de último minuto lo apresuró a
tomar un avión en La Habana y a presentarse con inmediatez en el hospital donde
se encontraba el joven cubano infectado con ébola.
A ese día, le habían precedido otros muy difíciles para el
enfermo. Los primeros síntomas de una encefalitis que comenzaba a afectarle le
habían hecho alucinar durante el viaje de Sierra Leona a Suiza. “Iba envuelto
en un papel de aluminio y experimenté la sensación de que terminaría entre las
brasas de un horno”. Hasta que, finalmente, frente a un elevador del hospital,
pensó: “He llegado y voy a salvarme”.
Las sensaciones de haber caído en un “vacío muy profundo” y
de “tocar fondo”, invadieron sus noches interminables. “¡Estuve 48 horas en el limbo!”. Era un
estado de seminconsciencia derivado de la inflamación de su encéfalo. Así dejó
de percibir el dolor. Solo sintió que a veces lo llamaban y lo zarandeaban. Que
despertaba e inmediatamente volvía a dormirse. Y aunque padeció durante ese
trance de conjuntivitis y de un rasch eritematoso que provoca una picazón
desesperante, no percibió nada. Solo fue sensible a la embestida de una sonda
colocada en su uretra.
Junto al recuerdo del olor de las sustancias esterilizantes
de aquella “habitación” ginebrina, Félix revive el sentimiento de desamparo que
le dominó durante esos lapsus. Se reconoció absolutamente dependiente. Y solo
le quedó esperar y confiar. “Entretanto, el Profe (como suelen llamarle a Jorge
en el IPK), me dio mucho ánimo.
“Cuando lo vi, la alegría fue tremenda. Supe que tenía
conmigo a un cubano de pura cepa, ocurrente y jaranero; y a un experto en
enfermedades trasmisibles”. También distinguí la deferencia del doctor Gerome
Pugin, jefe del equipo médico (y un enamorado de Cuba), que siempre me
trasmitió su certeza de que todo iba a salir bien”.
La llegada del doctor Félix Báez a Ginebra. Foto: AP
La llegada del doctor Félix Báez a Ginebra. Foto: AP
El amor de Eva
Unas tres veces al día el doctor Jorge Pérez atravesaba la
ciudad de Ginebra “de lado a lado” para visitar a su enfermo. Dialogaba con el
equipo médico y conversaba con Félix. Porque las barreras de contención de la
unidad intensiva no le impedían interactuar con él, y hasta hacerlo reír. Móvil
en mano, le decía que Eva, una de las empleadas, entraba con frecuencia a su
habitación porque quería estar a solas con él.
Pero no fue solo Eva. Casi todos los integrantes del equipo
médico se sentaron alguna vez a conversar con Félix. Le pidieron que les
contara sobre Cuba. Y atenuaron la soledad de su aislamiento en intencionada
“omisión” de las circunstancias de gravedad en que se hallaba.
El paciente había llegado al Hospital Universitario de
Ginebra con una carga viral de 10 millones de copias, recuerda Jorge. Tenía alteraciones en las enzimas hepáticas y
en una enzima pancreática, aunque sus riñones y sistema respiratorio no estaban
afectados.
La pronta aplicación del monoclonal Zimap consiguió los
primeros signos de regresión de su sintomatología. Luego, el antiviral Favipiravina lo condujo a la cura. Y
enseguida Pérez pensó en la necesidad de aplicar la terapéutica para remediar
la epidemia africana. “Sin embargo, en determinado momento, la continuidad de
esta estrategia medicamentosa se vio amenazada por la aparición del rash antes
citado. Los médicos suizos creyeron que era una reacción al tratamiento. Pero
la experiencia que hemos tenido en Cuba con el dengue me permitió identificar
el origen viral del síntoma”.
Fue rotundo el éxito
de aquella medicación experimental que le fue aplicada al médico cubano.
Aunque ambos, Félix y Jorge, saben bien que el amor de Eva fue un antídoto importante
contra las partículas de ébola que invadieron el cuerpo del joven colaborador.
Miedo a tocarlo
Félix durante su recuperación. Foto: Hospital Universitario
de Ginebra.
Félix durante su recuperación. Foto: Hospital Universitario
de Ginebra.
Es seguro que el doctor Jorge Pérez, en su acostumbrado afán
de coleccionar historias, añadió en aquellos días algunas páginas a su diario.
Ese en el que acostumbra a dejar constancia de los acontecimientos más
impresionantes. Tal vez escribió que el invierno de Ginebra había sido la
primavera de Félix, y también un éxito de la ciencia, según haya logrado
plasmar las emociones vividas.
Lo cierto es que se empeñó en que, una vez curado, el joven
médico conociera la ciudad. Aunque para conseguirlo tuvo que vencer algunos
obstáculos. El primero fue en el hospital, donde encontró cierta resistencia a
la idea. “Pero, tras gestionar ropas y abrigo al superviviente, logramos
escabullirnos por una puerta trasera”.
Y, en los paisajes ginebrinos, asentados en la embocadura
del lago Lemán y en una depresión geográfica rodeada de montañas, a Félix le
renació el mundo. Aunque todavía quedaban por delante momentos mucho más
emotivos: los del regreso a Cuba. Pero el pasaporte del médico cubano que había
superado al ébola no aparecía. Hasta que Pérez lo consiguió, estuvo oculto tras
el miedo a tocarlo que experimentaban sus cuidadores. Luego, en la embajada de
Francia, los funcionarios recibieron el documento con guantes y tapabocas. Todo eso, ¡para
poder procesar el visado del redivivo!
Jorge y Félix se carcajean al recordarlo, pero comprenden el
pánico que generó la epidemia en la Europa desarrollada, tras la importación de
enfermos provenientes de África.
Una vez en el avión que los conduciría a Cuba, quedaron
atrás aquellos días de incertidumbre en el Hospital Universitario de Ginebra.
Pero aun así, Jorge — que no se sonroja al declarar su miedo a los aviones, en
los que prefiere permanecer seminconsciente—, apenas pudo dormir. “Porque tenía que cuidarme”, bromea Félix.
Antes de terminar este diálogo de sentimientos y afectos,
una pregunta queda todavía en el tintero inquiridor de esta periodista. La del
regreso del médico a Sierra Leona para continuar atendiendo a los afectados con
la misma infección que casi le roba la vida.
“Fui más sensible ante el dolor de los pacientes, porque me
hice mejor persona y mejor médico. Valoré mucho más la mano que aprieta el
hombro en los momentos difíciles y entendí, desde mi propio sufrimiento, que
incluso para morir, es preciso seguir siendo un ser humano”.
Fuente:Cubadebate
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