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martes, 22 de diciembre de 2015

¿Se acuerda de mí, profe?

Adivino la felicidad de aquellos maestros que, por años, acompañaron los sueños de ese cubano que supo conquistar las alturas, cuando por estos días, desde un spot televisivo, le escuchan decir que ellos lo enseñaron a saltar y a crecer.

Me invento el calibre de los que seguramente dibujaron más de una imagen en la mente y el corazón de ese cineasta nuestro que ha legado memorables escenas al séptimo arte y que también asegura que sus maestros encauzaron sus primeras inquietudes creadoras.


Sé del regocijo que se siente cuando alguien te pregunta si no te acuerdas de él, porque “usted fue mi maestra” o “mi profe”. Si es que ha pasado mucho tiempo, comienzas a buscar en aquel rostro algún indicio que te recuerde el muchacho o muchacha que fue.

Y vienen las preguntas acerca de qué ha hecho de sus días, de si sabe algo de los demás muchachos del grupo; si acaso fructificó aquel amor adolescente, qué de la profesión y la familia y hasta alguna que otra fotografía de un hijo que ya tiene... y la felicidad por su lado haciendo lo suyo por saberse recordado a pesar del tiempo.

Y es que ese, para muchos maestros, es el más grande y valioso de todos los obsequios: constatar que ha dejado una huella en el corazón de sus alumnos, algo que, sin dudas, es más difícil que enseñar materias. Porque al conocimiento se accede de múltiples maneras. Vive en los libros, en publicaciones especializadas y hasta en los audiovisuales. La educación, por su parte, está en cada hogar, convive a diario con cada miembro de la familia, subyace en cada gesto, cada ademán.

Pero toca al maestro, entonces, guiar esos saberes, acomodar aquí, moldear allá, descubrir cada inquietud, cada aspiración o sueño, toda debilidad o carencia; y atento y amoroso siempre, hacer lo adecuado, lo que necesitan y esperan, cada uno de sus alumnos.

El maestro inicia el descubrimiento de ese mundo maravilloso que, aunque primero se reduce a unas letras
extrañas, redondas, mal hechas o a algunas lecturas simples, después puede ser el infi nito; sana, acompaña,
ilumina la mente y el corazón; restaura aun cuando sus alumnos no lo perciban, aunque la familia no apoye
lo suficiente, el salario no alcance, o la comunidad no se acerque a agradecer el resultado de su obra.

Muchas pudieran ser las maneras de agasajarlo, pero nada en el mundo lo emociona y lo hace más feliz y pleno que
aquella voz que le interroga y lo pone a buscar en el fondo de sus recuerdos: “Maestro, ¿se acuerda de mí?”

Fuente:Invasor Digital

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