Por Ricardo Benítez Fumero
En muchos casos, las niñas de los campos de la Cuba de ayer ayudaban a sus madres a lavar para afuera como único medio de sustento / Foto: Revista Bohemia
La primera vez que escuché el término “lavar para afuera” fue durante una conversación familiar que sostenían mis padres con unos vecinos que compartían con nosotros el cafecito del mediodía.
Hablaban de la tía Juliana, la esposa del tío Zarapico, quien, por su vida de tarambana, no encontraba otra manera de sacar adelante a sus seis muchachos a menos que su mujer le lavara a ciertas señoronas del central y a varios empleados de las oficinas.
Todos los lunes, cuando el tío regresaba de jugar billar y tomarse unas cañas, aparecía en el humilde bohío con varias cajas de cartón repletas de ropa que debían pasar por las manos de la lavandera.
Enjuta, esmirriada y con una tos permanente que no la abandonaba ni a sol ni a sombra, era de admirar la presteza con que Juliana apartaba y seleccionaba el centenar de piezas que debía devolver relucientes, almidonadas y convenientemente planchadas.
La ayudaban las dos hijas mayores, tanto a hervirlo todo como a confeccionar el almidón, lo cual suponía rallar un montón de yucas y sacar la fécula necesaria. Tanto Juliana como sus hijas precisaban más de un buen descanso que de emplear sus magras fuerzas en aquella tarea, pero la necesidad de garantizar la comida de ocho bocas, obligaba a sumergirse, cepillo en mano, en aquel mar de pantalones, camisas, calzoncillos y cuanto uno pueda imaginarse en vestuario textil.
Mientras los chicos jugábamos a la pelota a su alrededor, ellas cepillaban, sacaban el churre, exprimían, refrescaban la ropa extraída de la lata de hervir (lo que las hacía sudar terriblemente) y, al final, tendían sobre una media docena de cordeles de alambre dulce o de púas, el producto de su extenuante labor.
A veces tales cordeles se quedaban cortos y debían entonces tender sobre las cercas de ítamo real que rodeaban el extenso patio. Mientras esperaban que se secara, acometían otras imprescindibles tareas de la casa, además del almuerzo de los hijos mayores que trabajaban a las órdenes del mayoral.
El día de la plancha todo se sometía a tan perentoria labor. Mientras las chicas mantenían el fuego (de leña o carbón), lo atizaban y colocaban la hilera de planchas sobre él, Juliana en su tabla convertía en obra de arte aquel amasijo de telas almidonadas.
Tarde en la noche, en tanto los hombres roncaban en sus jergones, las tres mujeres acondicionaban primorosamente en sus respectivas cajas de cartón la ropa de sus clientes, sin jamás equivocarse ni trocar las piezas.
Al día siguiente el viejo Zarapico montaba en su yegüita zaina para llevar los paquetes a sus melindrosos dueños y, de paso, traer nuevas cajas que repetirían la historia y, por supuesto, la mal remunerada paga a tanto esfuerzo desplegado.
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