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viernes, 4 de diciembre de 2020


Los comilones de corojo
porRicardo Benítez Fumero(tomado de la pagina de facebook del autor)

Mi campiña natal, pródiga en su flora y fauna, tenía también su pedazo de sabana en la que solo crecían el peralejo y el espartillo, donde no eran difíciles de encontrar palmares de corojo, las cuales, con su tronco ventrudo y lleno de enconosas espinas, atesoraban los codiciosos racimos que se disputaban los cerdos y las personas.

Si bien es cierto que los animalitos debían conformarse con que se desgranaran por sí solos, solos, mucha gente los desmochaba con una vara alta y preparada para ello. Cada vez que mis tíos y traían a casa un par de racimos con las amarillas bellotas, se armaba una fiesta infantil para ver quién machacaba más corojos.



El fruto, que de cierto modo podía compararse con un minúsculo coco de idéntico sabor, tenía diversas maneras de consumo. La abuela María y su vecina Filomena se hicieron expertas en confeccionar cierto dulce con almíbar que propiciaba enjambres de chiquillos tras la apetecida golosina.

Mis primas Antoñica y Zenaida apetecían mezclar con azúcar la masa obtenida y de verdad daba gusto saborearla, aunque ellas no eran muy dadas a compartir con los demás, por lo que los más chicos optamos por romper nosotros mismos el diminuto fruto, pese a que las manos se pegosteaban de una baba negruzca que los más desconsiderados se limpiaban sin miramientos en los pantalones y en la pechera de la camisa.

Los adultos, quienes también los consumían, nos dejaban hacer y solo nos obligaban a retirar lejos las cáscaras, pues por lo común esto se hacía muy cerca de la casa.

En cierta ocasión mis primos y yo hicimos la apuesta de ver quién de nosotros pelaba más bellotas y se las comía. El reto fue aceptado, como era de esperar y, según recuerdo, estuvimos masticando y tragando mientras hubo cupo en los tiernos estómagos infantiles.

La consecuencia fue que la mayoría enfermamos de una ingesta, porque, al decir de los adultos, habíamos cogido un empacho peludo que daba al pecho (lo que no dejaba de ser cierto), pues uno palpaba el vientre y sentía allí lo que los viejos nombraban una bola que tardaría horas en digerirse.

Solo el viejo Titoto con sus dotes de chamán y habilidoso curador de empachos, logró deshacer mediante su cordel y sus conjuros un tanto sicológicos y pericia manual para deshacer estropicios estomacales, tal empacho causado por el exceso al comer corojos.
El fruto de la palmera ha sido siempre altamente cotizado en la campiña cubana. Foto Internet

 
 

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