por: Nancy Nuñez Pirez
La existencia está llena de acontecimientos; muchos inesperados, pero capaces de dejar huellas y enseñanzas. Así conservo algunos recuerdos de mi juventud, portadores de una emoción imborrable.
Uno de ellos pertenece a la tarde del domingo 10 de mayo de 1963, en medio de un guateque campesino organizado por Celia Sánchez Manduley en un parque de la barriada residencial de Miramar, para disfrute de miles de muchachas campesinas procedentes de aisladas áreas montañosas de la Sierra Maestra y el Escambray que fueron trasladadas a La Habana para que estudiaran. El festejo era por el Día de las Madres y Celia estaba allí como una más, conmovida entre el entusiasmado auditorio.
Nunca antes la había tenido cerca. Mi presencia en el acto se debió a mi vínculo con ese hermoso proyecto. Yo era entonces profesora en el plan de formación de maestros primarios Makarenko I, que impartía la otrora Universidad de Villanueva y que formaba parte al Plan General de Superación de la Mujer, dirigido por Elena Gil Izquierdo, y creado por la Federación de Mujeres Cubanas a instancia de su presidenta, Vilma Espín Guillois.
Fue uno de los proyectos tempranos y definidores del futuro, destinados a propiciar un oficio a jovencitas, casi niñas, para capacitarlas como costureras, mecanógrafas o tejedoras, entre otros oficios, y que luego de culminado el programa de enseñanza regresaran a sus lugares de origen para que trasmitieran sus conocimientos a otras jóvenes de las localidades respectivas.
El programa de capacitación contemplaba además cursos remediales de los niveles superiores de la enseñanza primaria y secundaria con especial énfasis en manifestaciones del arte como el canto, la actuación y el aprendizaje de algunos instrumentos musicales, por ejemplo, la guitarra. Esta pudiera considerarse como una precoz acción de género, pues la capacitación de aquellas campesinas implicó un gran paso en su emancipación personal.
Me sentí particularmente entusiasmada cuando, una vez concluido el acto, Celia me invita a visitar el Materno, así me dijo. En aquel momento no conocía a fondo el llamado plan de las Diez Mil Campesinas.
Rumbo al recinto, una casa de Miramar que albergaba a las futuras parturientas, se nos sumó un grupo de madres, llegadas a la capital para el festejo junto a sus hijas en la emblemática fecha.
Con la naturalidad propia de la gente de campo, rodearon a Celia tal como se hace tras un tiempo sin ver a un familiar o amigo querido. Y fui testigo de algo que todavía hoy me estimula y complace. Vi como Celia las recordaba sin haber tenido contacto con esas mujeres durante los cinco años transcurridos después de de haber dejado la Sierra Maestra como guerrillera, al triunfar la Revolución en 1959 . Fue impresionante como pudo llamarlas por sus nombres y hasta los de algunos de sus familiares y vecinos, por los cuales preguntó.
Este hecho pudiera parecer un tanto anodino, sin embargo, hallé en él la fibra especial que tienen las personas que son capaces de sentir hondamente por los demás y aprestarse a someter las injusticias que les angustian.
Tal era el caso de Celia Sánchez, la llamada heroína del llano y de la Sierra, que aunque no engendró hijos biológicos fue adoptada como madre por miles de niños y adolescentes que la amaron entrañablemente porque ella tuvo la capacidad de trasmitir valores que enaltecieron a quienes la rodearon .
El Materno que visitamos aquel día era una casa habilitada para las jóvenes embarazadas. Algunas de ellas se incorporaron a la caravana rumbo a la capital para recibir cursos de superación y adquirir un oficio y otras para evitar el enfrentamiento a la negativa familiar al embarazo y la incomprensión familiar.
Cuando se comprobaba que el padre de la criatura pertenecía a una institución oficial o al Ejército Rebelde, el implicado estaba obligado a cumplir con su responsabilidad hacia la futura madre y el hijo por llegar. Celia los llamaba a capítulo.
Las gestantes, además de recibir clases de la enseñanza primaria y secundaria, contaban con profesores de corte y costura, tejido y otras artes manuales, así como de música y teatro. Así, pronto se convirtieron en hábiles artesanas que dieron prioridad a la confección de sus propias canastillas.
En el Materno, Celia pudo apreciar la calidad de los objetos artesanales que laboraban, entre ellos manteles y sobrecamas bordadas y tejidas, así como variadas manualidades, sin faltar las indispensables para una canastilla. Luego de tomar algunas muestras prometió a las jóvenes que las presentaría en el Consejo de Ministros como evidencia de la utilidad de crear artículos necesarios para el hogar con pocos recursos.
El Plan de capacitación de las campesinas que recibió el nombre de la luchadora por los derechos de la mujer e insigne patriota camagüeyana Ana Betancourt se desarrolló en dos etapas. El primer grupo tuvo una matrícula de 3 mil jóvenes de entre 14 y 17 años, las que recibieron clases y alojamiento en el Hotel Nacional y el segundo, a partir de 1962, 10 mil estudiantes. Estas últimas fueron alojadas en las residencias ubicadas en el emblemático reparto Miramar, abandonadas por sus dueños que emigraron definitivamente luego de la victoria de la Revolución.
Las anécdotas y testimonios recogidos en libros y publicaciones sobre la gesta emprendida bajo el título de Plan de Superación de las Campesinas Ana Betancourt queda en las páginas memorables de un transformador proceso que fue posible gracias a la voluntad y grandeza de Fidel Castro y de mujeres como Vilma Espín y Celia Sánchez Manduley.
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