Por: Silvio Rodríguez
En Cuba habíamos leído que Europa
central iba a estar complicada de nieve, pero encontramos a Madrid tan soleada
que olvidamos el anuncio. Desde la capital española no había vuelo directo
hasta Salzburgo, así que tomamos un avión hasta Frankfurt, para después saltar
a la célebre ciudad austríaca. Empezamos a suponer lo que nos esperaba cuando
aparecieron los Pirineos, envueltos en densas nubes que se extendían en todas
direcciones.
Poco después nos fuimos hundiendo en aquellas capas hasta tocar
Frankfurt, que parecía de madrugada, y a la media hora volvíamos a adentrarnos
en las brumas, rumbo a nuestro destino. Cuando aterrizamos nos dijeron que
estábamos de suerte, porque desde el día anterior estaban suspendidos los
vuelos.
Era doblemente emocionante llegar a
Salzburgo. Básicamente por su leyenda y, en mi caso, acompañando a mi esposa,
Niurka González, que iba a tocar el Andante en Do Mayor y el Concierto en Sol
para flauta y orquesta de Mozart, el 27 de enero, justo el día del nacimiento
del Genio. La orquesta del Liceo Mozarteum de La Habana, compuesta por jóvenes
del Instituto Superior de Arte, apadrinada por el Mozarteum de Salzburgo, había
sido invitada a participar en las jornadas que esta Institución realiza
anualmente en honor al gran músico; Niurka, a su vez, era la solista invitada
por el director de la orquesta, el Maestro José Antonio Méndez Padrón (Pepito).
La orquesta, con un promedio de edad
de poco más de 20 años, recién llegaba en un vuelo desde La Habana, vía
Frankfurt, donde, antes seguir viaje, tuvo que esperar 8 horas para que los
cielos se calmaran. Para muchos era la primera vez que salían de Cuba y
debieron enfrentar un periplo largo y agotador, además de un significativo
cambio de horario, para colmo en condiciones climáticas severas. Aún así,
cuando los muchachos llegaron a Salzburgo apenas pudieron descansar; y es que
debían hacer dos conciertos el mismo día y en salas diferentes: como es lógico,
había no sólo que ensayar sino también probar las características acústicas de
cada escenario. Tampoco escasearon problemas con los instrumentos,
acostumbrados a otro clima, por lo que algunos debieron usar contrabajos y
cellos salzburgueses, más habituados a las nieves. A todo esto se sumaba el
susto que da saber que ambos conciertos estaban completamente vendidos,
presumiblemente por la curiosidad local sobre cómo sonaría Mozart en la
sensibilidad de los cubanos.
La primera vez que entré a la Gran
Sala del Mozarteum, para escuchar un ensayo, me acordé del Carnegie Hall, no
por la vistosidad, porque el Carnegie es austero, sino por su estructura de
Auditorio. Se lo comenté al muy amable Dr. Johannes Honsig-Erlenburg, director
de la Fundación auspiciadora, y me dijo que ambos teatros habían sido
construidos por las mismas fechas, hacía unos 200 años. El órgano, que parecía
flotar sobre el regio escenario, había sido reparado recientemente; un mínimo
pianoforte, aparcado discretamente en un rincón, era nada menos que uno de los
que en vida poseyó Wolfgang Amadeus, y que sería empleado en uno de los
conciertos.
Ir a Salzburgo a tocar a Mozart es
como ir a bailar a casa del trompo. Por eso no está nada de más decir que ambos
conciertos fueron muy exitosos. Tanto el de la Escuela de Música, a las 5 de la
tarde, como el de la Gran Sala, a las 10 de la noche. Hay que decir, e incluso
pregonar, que en ambas citas, tanto Niurka como la orquesta y su director,
fueron aplaudidos de pie y aclamados durante largos y emotivos minutos.
Otro triunfo de la música cubana, de
las Escuelas de Arte de la isla, de nuestra talentosa juventud, de ideas
hermosas como las del Mozarteum de San Felipe Neri de La Habana Vieja, que con
tino y razón comanda el pianista Ulises Hernández.
Fuente: Cubadebate
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