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sábado, 9 de mayo de 2015

Madres y aguaceros

Por:José Aurelio Paz

¡Tanto tienen las madres de lluvia!

No hay dudas. Primero son nubes de ensueño, que de blanco viajan dispersando la luz cuando un rayo de amor las atraviesa. Afirman los científicos que se forman del agua evaporada de los océanos. Quizás, por ello, lleven dentro el rumor de la pasión con que choca el mar contra la costa para pulverizar su sal y espuma, o la esencia misma de la ostra que comienza a hacer de un simple grano de arena su perla; humus de peces y algas, sardinas y delfines que le nadan las entrañas, mientras diminutos caballitos escoltan su espíritu y misterio.


Así, la luna sale a jugar con esa nube durante nueve meses, y se esconde tras ella y se asoma, y vuelve a ocultarse hasta que la pobre, cansada de tanta algazara y susto, no puede más y estalla allá en lo alto. Si el insoportable calor de la espera comienza a refrescarse cuando la lluvia, de leve brizna, estremecida por los fuertes vientos, se precipita; cortina de cristal que lo moja todo en dos corazones con un único latido: la semilla.

Es el momento en que la lluvia ya no es más lluvia en sí, sino brote verde que inicia el despertar de la magia de la fotosíntesis, ese camino vertical del verde que acaba, allá en la cima de sí mismo, primero en flor y luego en fruto henchido de esa misma agua convertida en dulce.

Tal vez, sea por eso que mayo y madre comienzan con la misma letra. Esa de las dos lomitas que aprendemos en la escuela para describir el cuerpo de la primera palabra pronunciada en nuestros labios, como una pequeña explosión sonora de cariño. La que después, cuando apura nuestro pulso ortográfico hace escribir, sobre una simple tarjeta de cartón y papeles de colores mal recortada, el nombre más importante del universo junto a un ¡felicidades!; el mismo que nos marca como a reces el alma en ese inevitable destino de saber que pertenecemos, para siempre, a quien nos dio la vida.

Es el mes de las flores y las ranas. Es la fiesta del verde que brota y croa, que alegra al campesino y sus pozos secos, que se hace tejido nuevo de ramas y hojas o salta para el inocente susto, mientras dos enormes ojos nos asechan, interrogantes, desde cualquier rincón, como quien observa a un bicho raro que tiene solo dos patas y usa ropas.

Llueve en nosotros la gratitud en este día. Incluso hacia aquellas nubes disipadas por caprichosos designios de la Naturaleza, pero que llevan el agua del cariño dentro, y en lugar de cirros, estratos o cúmulos, son clasificadas, fuera de toda ciencia, como tías incondicionales.

Aprovechemos el regalo inigualable que recibimos todos. Démosle paso al aguacero del júbilo y la nostalgia, de los barquitos de papel navegándonos la infancia. Sintamos, en este día, que el corazón renace de tanta mariposa blanca acaparando la lluvia de nuestros ojos; si decir MAMÁ nos engrandece, aunque la gloria ande atrapada en un grano de maíz. Sí, al  retener cuatro santas letras tenemos en la mano al mundo, cual mazorca que estalla al más mínimo roce del calor humano, en palomitas volando lejos hacia lo más alto del horizonte, allá donde la vista no distingue por la humedad, donde nace, una y otra vez la lluvia, para calarnos los huesos y hacer música sobre nuestros techos.








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