El mural emplazado en el Hotel Habana Libre destaca por una visualidad que alude a varios elementos relacionados con el concepto de la identidad que fue desarrollando la artista a lo largo de su carrera
Cuando el 8 de enero de 1959 los rebeldes de la Caravana de la Libertad entraron a La Habana, en lo alto de la rampa de El Vedado se alzaba ya una imponente instalación turística, que exhibía en su fachada un espléndido mural de cerámica.
El hotel, inaugurado un año antes, pertenecía a la cadena norteamericana Hilton. Sus constructores habían encargado la obra mural a una de las más reconocidas artistas cubanas, Amelia Peláez. Por tres meses, a partir de la noche del mismo 8 de enero, Fidel instalaría en la habitación 2324 su puesto de mando. Los barbudos, recién llegados de la Sierra Maestra, cambiaron radicalmente el entorno humano del hotel. Poco después, al pasar a la administración popular, el hotel también cambió su denominación, al nombrarse Habana Libre.
Amelia nombró su obra Las frutas cubanas, técnicamente conformado por 6 700 000 teselas (pequeñísimas piezas cúbicas de pasta de vidrio coloreado) desplegadas en una superficie de 69 metros de largo por diez de alto. La artista se atuvo a una restringida gama cromática a la que sacó extraordinario partido: blanco, negro, gris y nueve gradaciones de azul. Deficiencias en el soporte de la instalación inicial causaron estragos al mural. A fines de 1997, sin embargo, comenzó un proceso de restauración, en cooperación con México. La colocación de paneles de hormigón reforzado enchapados con los mosaicos del mural permitió que la obra cobrara nueva vida.
Más allá de estos detalles, Las frutas cubanas constituye una de las expresiones cimeras del arte cultivado por Amelia Peláez del Casal, de quien conmemoramos el pasado 5 de enero el aniversario 120 de su nacimiento en la localidad villareña de Yaguajay, hoy perteneciente a la provincia de Sancti Spíritus.
El mural destaca por una visualidad que alude a varios elementos relacionados con el concepto de la identidad que fue desarrollando la artista a lo largo de su carrera: la luminosidad insular, la recreación simbólica de los frutos y la vegetación tropicales, y la asimilación formal de los ornamentos domésticos de uso común en la ciudad cubana.
Es así que una lectura de Las frutas cubanas puede llevarnos a la captación de una representación metafórica y quintaesenciada de la naturaleza más cercana a su experiencia, pero también a entender la fusión de esas vivencias con el legado de rejas, vitrales, cenefas y celosías habituales en la arquitectura residencial predominante durante las últimas décadas de la etapa colonial hasta las iniciales de la República.
Esa percepción de nuestra realidad en su creación plástica motivó las siguientes palabras del poeta José Lezama Lima: “Partía de una fruta, de una cornisa, de un mantel, y al situarlo en la lejanía, en la línea del horizonte, lo reconocíamos como lo mejor nuestro, distinto en lo semejante. Cada uno de sus elementos plásticos venía de una gran tradición, rindiéndole el áureo homenaje de crear otra tradición. Una voluptuosidad inteligente que comenzaba por ser una disciplina, una ascética, un ejercicio espiritual”.
Amelia comenzó su formación en la Academia de San Alejandro, donde recibió clases del maestro Leopoldo Romañach. Viajó a París, donde continuó su aprendizaje en la Academia de la Grande Chaumiere, la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes y la Escuela del Louvre. En su ruptura con los cánones académicos estrictamente figurativos tuvo mucho que ver su contacto en la capital francesa con la artista de origen ruso Alexandra Exter.
Al regresar a la isla en 1934, otra era ya su mirada. Un año antes esa nueva perspectiva en su manera de pintar se adelantó en la exposición personal acogida en la galería Zak, en París. Había comenzado para ella, como para la pintura cubana, la actualización en la vanguardia, sobre la base de un sentido de pertenencia a la atmósfera de su patria.
Lo interesante en su recorrido está en que la gran pintora, a la altura de su madurez, decidió estrenarse en la cerámica, que en Amelia nunca fue artesanía, sino arte, aún en las piezas funcionalmente utilitarias. En 1950 comenzó a frecuentar el taller del doctor Rodríguez de la Cruz en Santiago de las Vegas y en 1955 abrió su propio taller. Se mantuvo activa en ese rubro hasta 1962.
El crítico que con mayor sabiduría y agudeza ha estudiado esta actividad de Amelia, Alejandro G. Alonso, ha dicho: “Asumió la cerámica como parte inseparable de su profesión, como persona decidida a expresarse plenamente. Fue disciplina que creció paralelamente al oficio de pintora, nutriéndose de sus ganancias y recursos; pero recorrida como campo fecundo para la experimentación y vehículo de proyectos inéditos”.
A cielo abierto, en L y 23, esa plenitud encuentra sentido para todo el que sea capaz de contemplar Las frutas cubanas, y decir, como lo hizo Nicolás Guillén al cantarle a Amelia: “Esos colores ciegan: / no los mires. / Son colores que rugen en la noche; / no los oigas. / En vano, en vano. / Para siempre los verás, los oirás. / La pintura girando”.
Fuente:Granma Internacional
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