Por Ricardo Benítez Fumero
En algunos pueblos de Cuba, para celebrar las fiestas de la Cruz de Mayo, se erigían altares con flores y profusamente iluminados/ Foto Ecured
Aunque en mi comarca natal esta festividad no era común que se celebrara, por esos días tomábamos el tren hasta la casa de la tía Cuca, quien, fanática de esa actividad, esperaba a mi familia cada año para disfrutarla juntos.
La Cruz de Mayo, la Santa Cruz o Fiesta de las Cruces no arraigó por igual en todas partes de Cuba. Se efectuaba cada tres de mayo, fecha en que, supuestamente, Santa Elena encontró (hacia el siglo III de nuestra era), el madero en el que murió Jesucristo, en Jerusalén.
Traída a la Mayor de las Antillas, la fiesta prosperó más en las localidades donde se asentó la población de origen canario. Ese día, en un determinado lugar del pueblo, se erigía un altar, en cuyo centro se colocaba una cruz de madera pintada de rojo.
Hasta en la última casa del pueblo sus moradores aportaban flores para adornarla de forma llamativa, al punto de que personas de paso y otras llegadas precisamente para participar en el jolgorio, declaraban no haber visto nada semejante, en cuanto a belleza, en ninguna parte.
Recuerdo que los más chicos nos divertíamos sobremanera: ayudábamos en el trasiego de flores y, cada vez que podíamos, nos dábamos una escapadita a la orilla del río para tirar piedras al agua y ver quién tenia mejor puntería. Entre tanto, las mujeres de la casa apremiaban al fogón con vistas a tener listos a tiempo los dulces y otros comestibles.
Lo mejor de la fiesta estaba reservado para la noche. Apenas oscurecido, los organizadores de ese año encendían multitud de velas, cuyo espectáculo promovía la devoción popular. Terminada esta tarea, comenzaba la música y las parejas bailaban y hacían sus evoluciones danzarías alrededor de la santa cruz.
En ocasiones se armaba una especie de parranda, durante la cual los repentistas improvisaban décimas relacionadas con el viacrucis de Jesucristo, al final de las cuales, por votación popular, se declaraba el ganador de la canturía.
Mientras tanto, los más chicos nos desplazábamos libremente por entre la multitud y, cada vez que podíamos, nos acercábamos al altar para tratar de hurtar algún dulce, cuyo intento iba acompañado de coscorrones y gritos de las mujeres con intención de espantarnos.
A determinada hora, cuando las velas y cirios comenzaban a chisporrotear para apagarse, los adultos nos conminaban al silencio, y todos dirigían su vista hacia el cielo austral, donde algunos decían ver a esa hora la constelación de la Cruz del Sur, que, ese día, milagrosamente, se hacía visible en el hemisferio norte.
Cuando el momento estelar de la observación de la cruz en el cielo había pasado y el altar comenzaba a perder visibilidad nocturna, grandes y chicos atacábamos los dulces y comestibles, al tiempo que, los más enérgicos persistían en bailar todavía un poco.
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