Por Ricardo Benítez Fumero
Barrer a conciencia y sin que nadie se lo ordenara, un ramal del ferrocarril estuvo entre las anécdotas de antaño más recurrentes en algunos lugares apartados del territorio avileño
En la comarca, como en cualquier otra parte, tuvimos sobrados ejemplos de personajes de todo tipo: desde maniáticos, distraídos, excéntricos y hasta locos de atar. Uno de ellos fue María Chichita la Chalada, una mujer muy bien dotada físicamente pero a la que las privaciones y penurias del diario vivir, más el desarreglo mental con el que había venido al mundo, contribuyeron a su mal pasar.
Según la estrella que brillara al amanecer y las tendencias que burbujearan en su mente al levantarse, así se comportaba la jornada correspondiente para María Chichita. Cuando se tiraba del jergón y le daba por la limpieza, ese día baldeaba los pisos de tierra, fregaba paredes, puertas y ventanas, y ponía al viejo fogón de leña como una joyita, amén de que lavaba a conciencia los cuatro trapos con que contaban ella, uno de sus hijos y su marido.
Sin embargo, otras mañanas la neura le daba por vagabundear por los campos y, lo mismo le quitaba la guámpara a un cortador y se ponía a picar caña como un hombre, como que se subía a lo alto de las tongas de la carreta, desde donde se metía con los macheteros, los carreteros, el mayoral y con cualquiera que pasara por el camino.
Si no le buscaban las cosquillas no decía barbaridades, pero como todos gustaban de hacerla rabiar, no pasaba día sin que la cuquearan, de cuyas refriegas solía salir agotada y deprimida.
La última gran locura que recuerdo de María Chichita la Chalada fue la vez que le dio por barrer el ramal del ferrocarril que se iniciaba en la grúa del batey y terminaba en el entronque de la principal, lo que sumaba casi una decena de kilómetros. Algunas personas quisieron quitarle esa idea de la cabeza, pero ella se limitaba a sacarle la lengua en tono de burla y continuaba con su concienzuda labor, traviesa por traviesa, y a ambos lados del balasto que protegía ambos rieles.
Llena de tierra colorada y polvorienta de arriba abajo a causa del viento, pronto se la vio alejarse del batey realizando su extraña labor, hasta que la encontraron desfallecida, pero sonriente, tendida entre los rieles, con su deteriorado mocho de escoba entre las manos, no muy lejos del anhelado entronque.
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